A mucha gente le llama la atención ese estado permanente de perturbación del orden y a menudo de la paz en los países iberoamericanos.
Este hecho aparentemente inexplicable para los que no conocen a nuestros países, aparece como hasta natural para los que sabemos como se desarrolla la vida en estos pueblos explotados por el imperialismo, con la complicidad de las oligarquías nativas que medran con ello, amparadas en sus guardias pretorianas, que no titubean en convertir en fuerza de ocupación cuando peligra “la colonia” o los intereses creados.
Este estado de cosas tiene su origen en los mismo comienzos del siglo XIX y simultáneamente con nuestra independencia, cuando sobre los despojos del imperio español, comienza a montar su reemplazante: el imperio inglés que, con gran inteligencia no utiliza la fuerza para dominar, sino los medios económicos convenientemente empleados, gravitando sobre los intereses de la incipiente clase dirigente de esta naciente comunidad. Es así como nacen nuestras “repúblicas” con una aparente independencia política, pero en realidad de verdad sometidas por otros medios en los que sino entra la fuerza de las armas, se emplea la habilidad que suele ser infinitamente superior.
Cuando en España desaparece Fernando VII para dar lugar a las Cortes de Cádiz que enfrentan a la dominación napoleónica, en el Virreinato del Río de la Plata desaparece también el poder virreinal, reemplazado por la “Primera Junta”. Es decir que de allí parten ya dos líneas históricas que han de acompañarnos en toda nuestra existencia: la primera hispánica y nacional, la segunda antinacional y anglosajona. Esas dos líneas, perfectamente definidas a veces y en otras ocasiones desvirtuadas consciente o inconscientemente, se prolongan a través de la anarquía que precede a la organización nacional influida siempre por las condiciones geopolíticas de su conformación virreinal desde 1776, que caracteriza luego de un enfrentamiento dentro de la Confederación Argentina entre Buenos Aires (la absorbente ciudad-puerto) en el interior celoso defensor de las autonomías de las provincias confederadas. En las luchas por la organización nacional está el germen de lo que habría de ser con el tiempo la verdadera “guerra nacional”: de un lado, el poder absorbente y centralizado de la oligarquía bonaerense, del otro el pueblo, representando por las fuerzas montoneras de los caudillos provinciales del interior. Tales líneas, con pocas variantes han sustituido a través de esas luchas políticas y del tiempo como federales, unitarios, radicales, conservadores, justicialismo, unión democrática, gorilas, etc. De estos, los que han pertenecido a la línea nacional han tenido lógicamente el apoyo popular; en cambio los que pertenecieron a la línea antinacional tuvieron el favor imperialista y su apoyo.
La personificación de estas líneas en los mandatarios argentinos no hacen sino reflejarla: los nacionales recibieron invariablemente el espaldarazo popular; los antinacionales, desde los primeros directores supremos surgidos por orden del imperio de las decisiones de la Logia Lautaro de Buenos Aires (Posadas y Alvear) recibieron, en cambio la “bendición” de los agentes del Rito Celeste en altamar de manos de un príncipe consorte, como Rojas en 1956 o con la visita de un partidito de polo con el mencionado príncipe, en el año 1966.
La dispersión y pérdida del poder colonial y del imperio inglés ante el avance del imperio yanqui, no se ha hecho sentir mayormente; han cambiado los amos y, con ello, las formas y el trato de “guante blanco” los primeros, insidioso y violento el segundo, pero las grandes líneas han sustituido tanto en lo profundo como en lo superficial en lo que respecta al elemento nativo. Hoy como ayer y como siempre la puja es entre los libertadores y los colonialistas, los nacionales o los antinacionales, los que resisten la penetración y los que la favorecen.
* en La hora de los Pueblos
Este hecho aparentemente inexplicable para los que no conocen a nuestros países, aparece como hasta natural para los que sabemos como se desarrolla la vida en estos pueblos explotados por el imperialismo, con la complicidad de las oligarquías nativas que medran con ello, amparadas en sus guardias pretorianas, que no titubean en convertir en fuerza de ocupación cuando peligra “la colonia” o los intereses creados.
Este estado de cosas tiene su origen en los mismo comienzos del siglo XIX y simultáneamente con nuestra independencia, cuando sobre los despojos del imperio español, comienza a montar su reemplazante: el imperio inglés que, con gran inteligencia no utiliza la fuerza para dominar, sino los medios económicos convenientemente empleados, gravitando sobre los intereses de la incipiente clase dirigente de esta naciente comunidad. Es así como nacen nuestras “repúblicas” con una aparente independencia política, pero en realidad de verdad sometidas por otros medios en los que sino entra la fuerza de las armas, se emplea la habilidad que suele ser infinitamente superior.
Cuando en España desaparece Fernando VII para dar lugar a las Cortes de Cádiz que enfrentan a la dominación napoleónica, en el Virreinato del Río de la Plata desaparece también el poder virreinal, reemplazado por la “Primera Junta”. Es decir que de allí parten ya dos líneas históricas que han de acompañarnos en toda nuestra existencia: la primera hispánica y nacional, la segunda antinacional y anglosajona. Esas dos líneas, perfectamente definidas a veces y en otras ocasiones desvirtuadas consciente o inconscientemente, se prolongan a través de la anarquía que precede a la organización nacional influida siempre por las condiciones geopolíticas de su conformación virreinal desde 1776, que caracteriza luego de un enfrentamiento dentro de la Confederación Argentina entre Buenos Aires (la absorbente ciudad-puerto) en el interior celoso defensor de las autonomías de las provincias confederadas. En las luchas por la organización nacional está el germen de lo que habría de ser con el tiempo la verdadera “guerra nacional”: de un lado, el poder absorbente y centralizado de la oligarquía bonaerense, del otro el pueblo, representando por las fuerzas montoneras de los caudillos provinciales del interior. Tales líneas, con pocas variantes han sustituido a través de esas luchas políticas y del tiempo como federales, unitarios, radicales, conservadores, justicialismo, unión democrática, gorilas, etc. De estos, los que han pertenecido a la línea nacional han tenido lógicamente el apoyo popular; en cambio los que pertenecieron a la línea antinacional tuvieron el favor imperialista y su apoyo.
La personificación de estas líneas en los mandatarios argentinos no hacen sino reflejarla: los nacionales recibieron invariablemente el espaldarazo popular; los antinacionales, desde los primeros directores supremos surgidos por orden del imperio de las decisiones de la Logia Lautaro de Buenos Aires (Posadas y Alvear) recibieron, en cambio la “bendición” de los agentes del Rito Celeste en altamar de manos de un príncipe consorte, como Rojas en 1956 o con la visita de un partidito de polo con el mencionado príncipe, en el año 1966.
La dispersión y pérdida del poder colonial y del imperio inglés ante el avance del imperio yanqui, no se ha hecho sentir mayormente; han cambiado los amos y, con ello, las formas y el trato de “guante blanco” los primeros, insidioso y violento el segundo, pero las grandes líneas han sustituido tanto en lo profundo como en lo superficial en lo que respecta al elemento nativo. Hoy como ayer y como siempre la puja es entre los libertadores y los colonialistas, los nacionales o los antinacionales, los que resisten la penetración y los que la favorecen.
* en La hora de los Pueblos
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