El 1° de Julio de 1974 moría el General Perón. Leonardo Bettanín, diputado por la Juventud Peronista en el Frente Justicialista de Liberación (FreJuLi) escribía el siguiente artículo:
Dos países diferentes velaron al General Perón.
Uno era el de los pasillos, de los sillones. Los uniformes relucientes, la gomina y las invitaciones especiales. Era el país de las instituciones, de los discursos engolados. El país de la televisión y las declaraciones. Era la dirigencia argentina azorada y preocupada por la muerte de un presidente.
El otro el país de los oprimidos. De los humildes y desposeídos. La Patria anónima, el país del adiós silencioso, del llanto contenido. El país de la flor apretada contra el pecho durante horas, mojada por la lluvia, pero sostenida firme en las manos para terminar dejándola a los pies del cajón. Era la Patria despidiendo a su mejor amigo. El país de la tristeza y el dolor.
Pusieron una valla para separar los homenajes. De un lado estaban las visitas oficiales, que se podían quedar un rato cerca del General. Del otro la gente pasando apurada por la policía y la gente de la CGT. Había una valla pero la división era más profunda. Era la eterna división entre los privilegiados y los marginados, entre los dueños y los desposeídos. La división entre los que no puede decir nosotros, los que dicen tú y yo. Por eso el tabique divisorio era gratuito. La división venía de antes.
Los de adentro se mostraban. Era el imperio del codo y la pechada para aparecer por televisión o acercarse a los que bancan. Era la tristeza del funcionario cubierta por una mueca de solemnidad “de acuerdo a las circunstancias”. Era un Perón diferente al que velaban.
Los de afuera se guardaban el dolor bien apretado para adentro, recortando ese cachito -esa fracción de segundo- para siempre. Así se lo llevaron a su casa al General. Apenas si tenían tiempo de verlo, pero le tiraban un beso, lo saludaban con un adiós tímido y contenido, los miraban fijo guardándose para siempre la imagen del patriarca quieto y silencioso. Entre sí se hablaban en silencio y se apretaban las manos. Por el frío y el dolor. Se aguantaron todo. No fue como el de Evita. Acá se intuía desde un principio que se tenía que despedir al General en un territorio ajeno, lejano, distante. Como algo que no le pertenecía. Hasta le hacían sacar a la gente la escarapela y el luto y abrocharse la camisa. Y la gente hacía 48 horas que estaba de pie bajo la lluvia y el frío. Se aguantaban todo. Y eso por usted mi General. Porque sabían que tenían que sortear todos los obstáculos para cumplir, para poder decirle “aquí estamos Viejo, como siempre, firmes a su lado”.
También se equivocaron fulero con el asunto de los parlantes. Al pueblo le decían público, nunca compañeros. No solamente hubo que soportar la luvia y el frío, se les cayó encima una chorrera interminable de formalidades y lugares comunes, mechada con absurdas apologías de Lopez Rega y Lorenzo Miguel. Todo falso. No entendieron. Fueron incapaces de poder entablar un diálogo con la masa. Se separaron conscientemente. Se deschavaron que no tienen ni quieren tener nada que ver con el pueblo. son otra cosa.
Y el General ahí. En medio de esos dos países. Descansando. Con toda la majestuosidad de saberse dueño de treinta años de historia. Si daba bronca verlo ahí, quieto, con ganas de plantearle cómo lo quisimos, cómo vimos caer compañeros desangrándose, mordiéndose ese Perón o Muerte que nos juntaba a todos. Cómo nos divertimos con las trampas y maniobras que le hacía a los gorilas, nos cagamos de risa detrás de su enorme simpatía. Y también cómo nos amargaba toda esta última etapa de desencuentros. Pero en ese desencuentro estaba encarnado nuestro origen. Porque a nosotros nos parió el peronismo, medio ilegítimos, pero nos parió el peronismo. Pero eso lo defendíamos y no queríamos que se pudriera. Y ahí General, en ese Salón Azul, desfiló permanentemente esa contradicción. Los peronistas de un lado. La dirigencia del otro. Y nosotros queremos estar de este lado de la valla, donde llovía y hacía frío. Porque a la larga esa es la verdad. No hay vuelta que darle.
Verlo ahí firme, con el uniforme de milico. Era dificil pensar que todo eso era cierto. Se hace duro empezar a ver la política nacional sin Juan Domingo Perón. Pero si hay algo inmortal es la memoria colectiva de un pueblo. Y ahí el General está clavado con toda firmeza profunda se de tremenda envergadura. Y así los despidió el pueblo. Gritando su nombre. Haciendo caso omiso a sugerencias de silencio de los parlantes y la policía. El pueblo te saludo como se saluda a un amigo que se va. Sin formalismos. Como entre viejos conocidos. Puenteó todas esas vallas que pusieron los temerosos, los mezquinos de espíritu.
Ese sentimiento dentro del Congreso era apenas una referencia lejana. Todo era un enorme y pretencioso organigrama para los responsables del velorio. Números y calles. Distribución de tropas y órdenes a ejecutar. Charlas y televisión. Se definía con la misma frialdad a qué hora la tropa debía servir el mate cocido como a qué hora se iba a cerrar la puerta del Congreso y ya nunca más nadie podía, iba a poder, ver al General. La rigidez y el formalismo era lo imperante. Algunos, mas conscientes, tenían miedo a la reacción de la gente cuando se enterara que no iba a poder entrar. Reacción justificada, por otra parte. No le podían seguir escamoteando al General. Y menos muerto.
Pero nuevamente las masas demostraron su sabiduría. A esa hora de la madrugada cuando ya los “dirigentes” se habían retirado, le cerraron la puerta en la cara a la gente. Pero las masas no entraron en la provocación irracional de una planificación absurda. Se retiraron en silencio, pero sabiendo que cumplieron. Cumplieron con usted, mi General. El resto va a la cuenta de los irresponsables.
Y así lo grito el pueblo cuando llegaron y se fueron los restos del General del Congreso. Al principio fue el silencio. Luego, se levantaron los brazos y un atronador “Perón-Perón” cubrió de ternura el cuerpo ya frío de nuestro líder.
De los parlantes pidieron silencio.
Le contestaron con la marcha.
Por eso los dos velorios. El de este lado es el que vale. El que llevó la flor escondida en el bolsillo, el que se aguantó el manoseo, el que no quiso escuchar las gansadas de los parlantes, el que se mojó y chupó frío.
El que te dijo en un susurro peronista: Chau Viejo, Hasta Siempre Mi General.
Dos países diferentes velaron al General Perón.
Uno era el de los pasillos, de los sillones. Los uniformes relucientes, la gomina y las invitaciones especiales. Era el país de las instituciones, de los discursos engolados. El país de la televisión y las declaraciones. Era la dirigencia argentina azorada y preocupada por la muerte de un presidente.
El otro el país de los oprimidos. De los humildes y desposeídos. La Patria anónima, el país del adiós silencioso, del llanto contenido. El país de la flor apretada contra el pecho durante horas, mojada por la lluvia, pero sostenida firme en las manos para terminar dejándola a los pies del cajón. Era la Patria despidiendo a su mejor amigo. El país de la tristeza y el dolor.
Pusieron una valla para separar los homenajes. De un lado estaban las visitas oficiales, que se podían quedar un rato cerca del General. Del otro la gente pasando apurada por la policía y la gente de la CGT. Había una valla pero la división era más profunda. Era la eterna división entre los privilegiados y los marginados, entre los dueños y los desposeídos. La división entre los que no puede decir nosotros, los que dicen tú y yo. Por eso el tabique divisorio era gratuito. La división venía de antes.
Los de adentro se mostraban. Era el imperio del codo y la pechada para aparecer por televisión o acercarse a los que bancan. Era la tristeza del funcionario cubierta por una mueca de solemnidad “de acuerdo a las circunstancias”. Era un Perón diferente al que velaban.
Los de afuera se guardaban el dolor bien apretado para adentro, recortando ese cachito -esa fracción de segundo- para siempre. Así se lo llevaron a su casa al General. Apenas si tenían tiempo de verlo, pero le tiraban un beso, lo saludaban con un adiós tímido y contenido, los miraban fijo guardándose para siempre la imagen del patriarca quieto y silencioso. Entre sí se hablaban en silencio y se apretaban las manos. Por el frío y el dolor. Se aguantaron todo. No fue como el de Evita. Acá se intuía desde un principio que se tenía que despedir al General en un territorio ajeno, lejano, distante. Como algo que no le pertenecía. Hasta le hacían sacar a la gente la escarapela y el luto y abrocharse la camisa. Y la gente hacía 48 horas que estaba de pie bajo la lluvia y el frío. Se aguantaban todo. Y eso por usted mi General. Porque sabían que tenían que sortear todos los obstáculos para cumplir, para poder decirle “aquí estamos Viejo, como siempre, firmes a su lado”.
También se equivocaron fulero con el asunto de los parlantes. Al pueblo le decían público, nunca compañeros. No solamente hubo que soportar la luvia y el frío, se les cayó encima una chorrera interminable de formalidades y lugares comunes, mechada con absurdas apologías de Lopez Rega y Lorenzo Miguel. Todo falso. No entendieron. Fueron incapaces de poder entablar un diálogo con la masa. Se separaron conscientemente. Se deschavaron que no tienen ni quieren tener nada que ver con el pueblo. son otra cosa.
Y el General ahí. En medio de esos dos países. Descansando. Con toda la majestuosidad de saberse dueño de treinta años de historia. Si daba bronca verlo ahí, quieto, con ganas de plantearle cómo lo quisimos, cómo vimos caer compañeros desangrándose, mordiéndose ese Perón o Muerte que nos juntaba a todos. Cómo nos divertimos con las trampas y maniobras que le hacía a los gorilas, nos cagamos de risa detrás de su enorme simpatía. Y también cómo nos amargaba toda esta última etapa de desencuentros. Pero en ese desencuentro estaba encarnado nuestro origen. Porque a nosotros nos parió el peronismo, medio ilegítimos, pero nos parió el peronismo. Pero eso lo defendíamos y no queríamos que se pudriera. Y ahí General, en ese Salón Azul, desfiló permanentemente esa contradicción. Los peronistas de un lado. La dirigencia del otro. Y nosotros queremos estar de este lado de la valla, donde llovía y hacía frío. Porque a la larga esa es la verdad. No hay vuelta que darle.
Verlo ahí firme, con el uniforme de milico. Era dificil pensar que todo eso era cierto. Se hace duro empezar a ver la política nacional sin Juan Domingo Perón. Pero si hay algo inmortal es la memoria colectiva de un pueblo. Y ahí el General está clavado con toda firmeza profunda se de tremenda envergadura. Y así los despidió el pueblo. Gritando su nombre. Haciendo caso omiso a sugerencias de silencio de los parlantes y la policía. El pueblo te saludo como se saluda a un amigo que se va. Sin formalismos. Como entre viejos conocidos. Puenteó todas esas vallas que pusieron los temerosos, los mezquinos de espíritu.
Ese sentimiento dentro del Congreso era apenas una referencia lejana. Todo era un enorme y pretencioso organigrama para los responsables del velorio. Números y calles. Distribución de tropas y órdenes a ejecutar. Charlas y televisión. Se definía con la misma frialdad a qué hora la tropa debía servir el mate cocido como a qué hora se iba a cerrar la puerta del Congreso y ya nunca más nadie podía, iba a poder, ver al General. La rigidez y el formalismo era lo imperante. Algunos, mas conscientes, tenían miedo a la reacción de la gente cuando se enterara que no iba a poder entrar. Reacción justificada, por otra parte. No le podían seguir escamoteando al General. Y menos muerto.
Pero nuevamente las masas demostraron su sabiduría. A esa hora de la madrugada cuando ya los “dirigentes” se habían retirado, le cerraron la puerta en la cara a la gente. Pero las masas no entraron en la provocación irracional de una planificación absurda. Se retiraron en silencio, pero sabiendo que cumplieron. Cumplieron con usted, mi General. El resto va a la cuenta de los irresponsables.
Y así lo grito el pueblo cuando llegaron y se fueron los restos del General del Congreso. Al principio fue el silencio. Luego, se levantaron los brazos y un atronador “Perón-Perón” cubrió de ternura el cuerpo ya frío de nuestro líder.
De los parlantes pidieron silencio.
Le contestaron con la marcha.
Por eso los dos velorios. El de este lado es el que vale. El que llevó la flor escondida en el bolsillo, el que se aguantó el manoseo, el que no quiso escuchar las gansadas de los parlantes, el que se mojó y chupó frío.
El que te dijo en un susurro peronista: Chau Viejo, Hasta Siempre Mi General.
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