28/09/2004, Río de Janeiro.-
El debate sobre el desarrollo vuelve a ocupar una posición central en las ciencias sociales y en la política latinoamericana. Él se ubica hoy día en el marco de la oposición entre las políticas de desarrollo y el dominio del capital financiero asentado en una "ortodoxia" monetarista bastante discutible por los efectos negativos que ha producido en la región.
Es muy interesante constatar la preocupación creciente de la región sobre la cuestión del llamado "desarrollo económico-social". En realidad está en el orden del día la recuperación del crecimiento económico en una región que se caracterizó por un alto patrón de crecimiento en los años 30 a 70 del siglo XX. Al mismo tiempo, en las décadas del 80 y 90 y comienzos del siglo XXI, tenemos una caída colosal de nuestro nivel de crecimiento, muchas veces inferior al crecimiento de la población, configurando una rebaja del ingreso per capita.
Es evidente que la caída del crecimiento está conectada con el aumento de la deuda externa registrado al final de los 70s y comienzo de los 80s, como resultado de la renegociación de las deudas anteriores a altísimas tasas de interés internacionales. Durante la década del 80 hemos enviado centenares de miles de millones por concepto de pago de intereses. Para lograrlo, nos hemos sometido al llamado "ajuste estructural" que consistía en el aumento de nuestro superávit comercial para pagar estos intereses.
Es evidente el contenido social negativo de esta política de contención de la demanda interna, particularmente de los salarios y de los gastos públicos. Para poner en práctica políticas tan impopulares, se necesitó de dictaduras militares o gobiernos de fuerza en general, se quebró el impulso de desarrollo del capital industrial naciente y de una clase media que apostara a la expansión de la economía y al desarrollo de nuevas actividades económicas. Se consolidaba así el cuadro de "reacción" en contra de las formas más avanzadas de desarrollo socioeconómico, iniciado con el régimen militar en Brasil, en 1964, a través del cual se selló un compromiso de sangre entre el capital industrial naciente y los intereses del capital internacional en toda la región.
Las renegociaciones de la deuda externa iniciadas en los años 1986-90 permitieron desahogar, en parte, esta situación con la rebaja de la tasa de interés en Estados Unidos y las concesiones realizadas finalmente por los acreedores, apoyados por sus Estados nacionales, cada vez más sometidos a los intereses del capital financiero.
Desgracias
El llamado Consenso de Washington, que se diseñó en 1989, abrió el camino para una nueva aventura económica de la región. Cuando la tasa de interés mundial se rebajaba drásticamente, optábamos por una política de aumento de la tasa de interés interna para atraer capitales del resto del mundo con el objetivo de cubrir un déficit comercial que generamos con políticas económicas de sobrevalorización cambiaria.
Los capitales financieros de corto plazo vinieron rápidamente para expropiar nuestras reservas acumuladas con la suspensión del pago de intereses. No siendo suficiente tales facilidades, exigieron también la venta de nuestras empresas públicas para abrir camino a sectores económicos que implantaron nuevas tecnologías y por lo tanto, obtuvieron una alta rentabilidad pues tenían le monopolio tecnológico. La telefonía y las comunicaciones en general, la electricidad y las fuentes de energía en general, las materias primas fueron las principales áreas donde se operó la entrega de riquezas a cambio de nada. Los recursos incorporados a las arcas fiscales fueron rápidamente absorbidos por el pago de colosales tasas de interés internas a los capitales foráneos.
Estas desgracias fueron sentidas drásticamente por la población que, después de un período de ilusión provocado por la entrada de importaciones y capitales de corto plazo y por los efectos deflacionarios de la política económica en curso en todo el mundo, finalmente votaron masivamente en contra de las políticas del Consenso de Washington.
Con el tiempo, lo único que quedaron fueron las arcas vacías de nuestros gobiernos, las deudas externas crecientes cuando salieron masivamente los capitales que entraron momentáneamente, la caída drástica de la renta nacional. Pero lo más dramático es el forcejeo por mantener las altas tasas de interés cuando ya no hay reservas ni empresas que vender. Ellas no logran atraer capitales del exterior y alimentan un gigantesco sistema financiero creado en torno de la deuda pública, fuente de transferencia de recursos de la población hacia los especuladores, convertidos en señores de la nación a través de un mecanismo llamado de "mercado".
En el momento actual, el capital productivo lucha para sacarse de encima este sistema de succión de recursos. Pero estos sectores del capital productivo se comprometieron muy seriamente con esas políticas en sus fases virtuosas para los capitales en general. Ahora tienen dificultad para presentar una resistencia política a los epígonos del capital financiero que señalan ahora frente toda la nación como enemigos de todo el pueblo. A falta de líderes progresistas propios, tienen que buscar una alianza con las fuerzas populares organizadas y sus expresiones políticas para presentar un programa con alguna consistencia y apoyo popular.
Estas son las motivaciones del neodesarrollismo. Pero a su lado están también las motivaciones de la mayoría de la población. Cabe a las fuerzas populares -que sufrieron dolorosas experiencias en estos años de degeneración económica- aprovecharse de la oportunidad para ampliar sus objetivos tácticos y producir un programa de transformaciones sociales y económicas que abran paso a una etapa superior para la región.
El debate sobre el desarrollo vuelve a ocupar una posición central en las ciencias sociales y en la política latinoamericana. Él se ubica hoy día en el marco de la oposición entre las políticas de desarrollo y el dominio del capital financiero asentado en una "ortodoxia" monetarista bastante discutible por los efectos negativos que ha producido en la región.
Es muy interesante constatar la preocupación creciente de la región sobre la cuestión del llamado "desarrollo económico-social". En realidad está en el orden del día la recuperación del crecimiento económico en una región que se caracterizó por un alto patrón de crecimiento en los años 30 a 70 del siglo XX. Al mismo tiempo, en las décadas del 80 y 90 y comienzos del siglo XXI, tenemos una caída colosal de nuestro nivel de crecimiento, muchas veces inferior al crecimiento de la población, configurando una rebaja del ingreso per capita.
Es evidente que la caída del crecimiento está conectada con el aumento de la deuda externa registrado al final de los 70s y comienzo de los 80s, como resultado de la renegociación de las deudas anteriores a altísimas tasas de interés internacionales. Durante la década del 80 hemos enviado centenares de miles de millones por concepto de pago de intereses. Para lograrlo, nos hemos sometido al llamado "ajuste estructural" que consistía en el aumento de nuestro superávit comercial para pagar estos intereses.
Es evidente el contenido social negativo de esta política de contención de la demanda interna, particularmente de los salarios y de los gastos públicos. Para poner en práctica políticas tan impopulares, se necesitó de dictaduras militares o gobiernos de fuerza en general, se quebró el impulso de desarrollo del capital industrial naciente y de una clase media que apostara a la expansión de la economía y al desarrollo de nuevas actividades económicas. Se consolidaba así el cuadro de "reacción" en contra de las formas más avanzadas de desarrollo socioeconómico, iniciado con el régimen militar en Brasil, en 1964, a través del cual se selló un compromiso de sangre entre el capital industrial naciente y los intereses del capital internacional en toda la región.
Las renegociaciones de la deuda externa iniciadas en los años 1986-90 permitieron desahogar, en parte, esta situación con la rebaja de la tasa de interés en Estados Unidos y las concesiones realizadas finalmente por los acreedores, apoyados por sus Estados nacionales, cada vez más sometidos a los intereses del capital financiero.
Desgracias
El llamado Consenso de Washington, que se diseñó en 1989, abrió el camino para una nueva aventura económica de la región. Cuando la tasa de interés mundial se rebajaba drásticamente, optábamos por una política de aumento de la tasa de interés interna para atraer capitales del resto del mundo con el objetivo de cubrir un déficit comercial que generamos con políticas económicas de sobrevalorización cambiaria.
Los capitales financieros de corto plazo vinieron rápidamente para expropiar nuestras reservas acumuladas con la suspensión del pago de intereses. No siendo suficiente tales facilidades, exigieron también la venta de nuestras empresas públicas para abrir camino a sectores económicos que implantaron nuevas tecnologías y por lo tanto, obtuvieron una alta rentabilidad pues tenían le monopolio tecnológico. La telefonía y las comunicaciones en general, la electricidad y las fuentes de energía en general, las materias primas fueron las principales áreas donde se operó la entrega de riquezas a cambio de nada. Los recursos incorporados a las arcas fiscales fueron rápidamente absorbidos por el pago de colosales tasas de interés internas a los capitales foráneos.
Estas desgracias fueron sentidas drásticamente por la población que, después de un período de ilusión provocado por la entrada de importaciones y capitales de corto plazo y por los efectos deflacionarios de la política económica en curso en todo el mundo, finalmente votaron masivamente en contra de las políticas del Consenso de Washington.
Con el tiempo, lo único que quedaron fueron las arcas vacías de nuestros gobiernos, las deudas externas crecientes cuando salieron masivamente los capitales que entraron momentáneamente, la caída drástica de la renta nacional. Pero lo más dramático es el forcejeo por mantener las altas tasas de interés cuando ya no hay reservas ni empresas que vender. Ellas no logran atraer capitales del exterior y alimentan un gigantesco sistema financiero creado en torno de la deuda pública, fuente de transferencia de recursos de la población hacia los especuladores, convertidos en señores de la nación a través de un mecanismo llamado de "mercado".
En el momento actual, el capital productivo lucha para sacarse de encima este sistema de succión de recursos. Pero estos sectores del capital productivo se comprometieron muy seriamente con esas políticas en sus fases virtuosas para los capitales en general. Ahora tienen dificultad para presentar una resistencia política a los epígonos del capital financiero que señalan ahora frente toda la nación como enemigos de todo el pueblo. A falta de líderes progresistas propios, tienen que buscar una alianza con las fuerzas populares organizadas y sus expresiones políticas para presentar un programa con alguna consistencia y apoyo popular.
Estas son las motivaciones del neodesarrollismo. Pero a su lado están también las motivaciones de la mayoría de la población. Cabe a las fuerzas populares -que sufrieron dolorosas experiencias en estos años de degeneración económica- aprovecharse de la oportunidad para ampliar sus objetivos tácticos y producir un programa de transformaciones sociales y económicas que abran paso a una etapa superior para la región.
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