Los economistas reunidos en el espacio Carta Abierta elaboraron un documento fijando posición acerca del proyecto que termina con la jubilación privada. Sostienen que se avanza así en la construcción de un sendero radicalmente distinto del neoliberal para recuperar la regulación e intervención públicas.
La excepcionalidad argentina se mantiene. Persiste. Se evidencia en sucesivas coyunturas caracterizadas por el doble gesto de ruptura de los pilares del orden neoliberal en defección y de persistencia de contradicciones, de agendas pendientes. La excepcionalidad argentina ha sido capaz de sobrevivir a los cobos nopositivos, a los pampeanos empresarios del apocalipsis, a la desencajada verborragia mesiánica de las neoderechas autóctonas. Y sobrevive sin abismos a la hecatombe financiera internacional, gestionando –no sin escollos– lo propio. Ha sobrevivido incluso a las condiciones de posibilidad de sí misma, en tanto pervive en su racionalidad invocando a sujetos sociales cuya expresión política no parece ubicarse aún a la altura de las dimensiones de la gesta. Lo político, de esta forma, recorre un período de excepcionalidad, de búsqueda claroscura entre los hechos y sus sujetos, de debate y dislocación de nociones de futuro que condicionan los actos del presente y le prodigan o retacean racionalidad.
Si el agrupamiento de la oposición política y las organizaciones empresarias de la pampa húmeda buscó transformar esta etapa de excepción en decepción, en imposición de un statu quo y recuperación de una hegemonía perdida, la oportuna decisión del gobierno nacional de enviar al Congreso un proyecto de ley para poner fin al sistema de capitalización, eliminar las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones, y reuniversalizar el sistema de reparto, confirma ante todo la opción de continuar avanzando en la construcción de un sendero radicalmente distinto del neoliberal y recuperar la regulación e intervención públicas, emitiendo a la vez señales de diverso tipo, de enorme importancia en la construcción de imaginarios sociales y políticos diametralmente opuestos al libre mercado y el individualismo.
La medida supera ampliamente un –no menor– cambio en el ordenamiento del sistema de seguridad social. Tiende a redefinir las normas societales vinculadas al mundo del trabajo y avanza en la desarticulación de uno de los pilares de la institucionalidad neoliberal, asestando un duro golpe al sector privilegiado por las políticas liberalizantes de la dictadura militar de 1976 y del modelo de convertibilidad de la década pasada: el sistema financiero. La eliminación del régimen de capitalización opera en el mismo sentido que la devaluación de 2002, la instalación de restricciones al movimiento de capitales especulativos y las intervenciones del Banco Central en el mercado de cambios, al suprimir las condiciones macroeconómicas que hicieron posible el régimen de valorización financiera durante tres décadas.
La desarticulación del sistema universal de reparto, en 1994, y su reemplazo por la administración de los aportes de los trabajadores por las AFJP, significó la transformación del derecho económico y social básico a una jubilación digna garantizado por el Estado a través de un sistema solidario, en un mecanismo de ahorro individual cuyo rendimiento quedó sujeto a las contingencias de los mercados desregulados y al dudoso expertise –en algunos casos delictivo– de los administradores privados, los cuales percibieron ingentes comisiones con independencia de los rendimientos derivados de las colocaciones de los fondos previsionales en los mercados. La apoteosis neoliberal del individuo, del Robinson Crusoe limitado a los estrechos horizontes de su isla, en detrimento de concepciones colectivas y solidarias, implicó desvirtuar el hecho social del trabajo, la producción y la distribución de la riqueza.
Este régimen conllevó la desfinanciación del sistema de seguridad social público, incrementando las necesidades de apalancamiento en un contexto macroeconómico y monetario vinculado al endeudamiento crónico y la fuga de capitales. Paradojalmente, la brecha fiscal y previsional fue cubierta en gran medida con los fondos en poder de las administradoras.
La eclosión del sistema de convertibilidad y la insoslayable renegociación de la deuda pública provocaron la disminución de los activos aportados por los trabajadores. La actual crisis financiera provocó una nueva caída en el valor de dichas inversiones. Librado a la suerte del mercado, el sistema ha demostrado en la actualidad su imposibilidad de otorgar a los trabajadores incluidos en él una jubilación mínima digna y sustentable en el tiempo. Al establecer un nivel jubilatorio mínimo, el Estado ha debido socorrer al sistema, aportando este año cerca de 4000 millones de pesos, cifra que se incrementaría sucesivamente en los años venideros.
Uno de los principales argumentos para la creación de este sistema fue la necesidad de incrementar la “profundidad” de los mercados de capitales nacional y regional, lo cual redundaría en un aumento de las inversiones productivas y el desarrollo económico. Sin embargo, este objetivo también se vio frustrado.
Una mirada atenta a la experiencia resultante permite advertir que no se ha cumplido ninguno de los argumentos esgrimidos en la época de su creación. Los trabajadores que perciban su jubilación a través de este sistema requerirán asistencia pública para alcanzar el mínimo legal, no se logró el financiamiento de actividades productivas o de cambio estructural y se profundizó la desfinanciación del sector público.
Esta experiencia arroja importantes conclusiones que abonan la pertinencia de la actual estrategia gubernamental y justifican su respaldo. En primer lugar, los sistemas de seguridad social forman parte innegable de un conjunto diverso de derechos humanos básicos, vinculados al carácter social del mundo del trabajo. En tal sentido, resulta inconcebible su administración o gestión por parte de empresas privadas. En segundo lugar, los fondos de la seguridad social no pueden permanecer expuestos a la lógica de los mercados financieros. Por el contrario, deben ser administrados a través de mecanismos que aseguren su sustentabilidad y su función social y solidaria.
El evidente fracaso del sistema de capitalización ha despojado a sus defensores y gerenciadores de la prepotencia de los primeros años. Apenas alcanzan a balbucear el agónico argumento de la “libertad de elegir”. Este axioma del liberalismo no es capaz de sostenerse sin la constitución de un mito y una racionalidad que, aunque falsa, tenga la potencia de constituirse en verdad. La crisis del sistema privado transformó la aparente prestancia técnica y conceptual de sus argumentos tempranos en un dogma, en una perseverancia obtusa. La supuesta “ciencia del mercado”, que hoy se muestra falsa e inoperante en sus objetivos declarados, transmuta en un acto de fe sin parámetros racionales. Y la ruptura del mito de la suficiencia y pertinencia mercantil como regulador social da lugar a un cambio en la política, que vuelve a centrarse en el Estado. La iniciativa del gobierno nacional asume un carácter restituyente, reinstalando una noción colectiva como centro del funcionamiento social y convocando al debate sobre formas alternativas de institucionalidad.
Sin embargo, estos importantes pasos en el laberinto argentino nos convocan a repensar al Estado como espacio de constitución de lo colectivo. No basta con reivindicar lo público. No resulta apropiado retomar mecánicamente viejas formas. Es preciso interpelar al concepto, problematizarlo. Basta hacer memoria para recordar los descalabros existentes en el sistema previsional previo a la creación de las AFJP. Si bien su crisis no responde al modelo técnico intergeneracional en que se basa el sistema de reparto, sino al vaciamiento del Estado desde mediados de la década del ‘70, resulta imprescindible pensar críticamente la estructuración institucional de los mecanismos de regulación pública y la necesaria participación democrática en las decisiones fundamentales que afectan a la cosa pública. Al Estado interventor clásico debiera oponerse un Estado capaz de construir un modelo de desarrollo inclusivo de carácter multilateral. Es decir, un Estado permeable a la sociedad civil, a las organizaciones políticas y sociales, provisto de las herramientas para propiciar el debate público con el objetivo de mejorar las condiciones de vida de manera sustentable y democrática. La figura del Estado positivista, omnipresente y omnicomprensivo, en tanto falaz, conduce a un debilitamiento del debate y a una escasa creación de mecanismos de imbricación social y política, sea cual fuere el modelo de acumulación y reproducción vigente.
En esta tarea resulta imprescindible el desarrollo de movimientos sociales y políticos populares capaces de exigir su lugar en la construcción de un Estado referenciado en las bases sociales. Movimientos capaces de oponer un discurso y una acción política a las neoderechas autóctonas, que disputan –con disfraces oportunos– la política pública, la representación de lo “popular”, lo “democrático” e, incluso, de la “nación”. Esta construcción no es una tarea exigible al Estado. Constituye un camino colectivo, objetivado en formas de participación y discursos diversos.
En pocos días, y luego de la aprobación del proyecto oficial –que incluye modificaciones de otras bancadas aliadas– en la Cámara de Diputados de la Nación, tocará el turno del Senado. Dados los poderosos intereses económicos en juego, por estos momentos se estarán desarrollando diversas estrategias, presiones y ofertas para lograr su rechazo, tal como ocurrió con la Resolución 125. Banqueros y operadores han reaccionado generando presiones sobre el mercado cambiario, rematando bonos públicos y provocando fugas de capitales al exterior. Estas acciones resultan esperables en un contexto de tensiones por el alcance de las políticas del Estado. No obstante, este comportamiento “normal” de los grupos ligados al poder económico en Argentina debiera encontrar la oposición del accionar restituyente colectivo, el emergente de esa noción de futuro que necesariamente debe plasmarse en los espacios de lo público, para convertirse en político.
La auspiciosa iniciativa gubernamental de eliminar el sistema de capitalización recupera ciertos elementos épicos imprescindibles para el establecimiento de lo político, el interrogante sobre las formas que deberá asumir un nuevo Estado con fines transformadores, y restablece el dilema entre el surgimiento de sujetos políticos colectivos capaces de viabilizar un proyecto transformador y las posibilidades de refundar constantemente el estado de excepcionalidad.
Resulta imprescindible contribuir con un cambio de época. Los derechos sociales básicos deben ser desmercantilizados, recuperando su carácter solidario y universal: jubilación, salud, vivienda, educación, soberanía alimentaria.
La excepcionalidad argentina se mantiene. Persiste. Se evidencia en sucesivas coyunturas caracterizadas por el doble gesto de ruptura de los pilares del orden neoliberal en defección y de persistencia de contradicciones, de agendas pendientes. La excepcionalidad argentina ha sido capaz de sobrevivir a los cobos nopositivos, a los pampeanos empresarios del apocalipsis, a la desencajada verborragia mesiánica de las neoderechas autóctonas. Y sobrevive sin abismos a la hecatombe financiera internacional, gestionando –no sin escollos– lo propio. Ha sobrevivido incluso a las condiciones de posibilidad de sí misma, en tanto pervive en su racionalidad invocando a sujetos sociales cuya expresión política no parece ubicarse aún a la altura de las dimensiones de la gesta. Lo político, de esta forma, recorre un período de excepcionalidad, de búsqueda claroscura entre los hechos y sus sujetos, de debate y dislocación de nociones de futuro que condicionan los actos del presente y le prodigan o retacean racionalidad.
Si el agrupamiento de la oposición política y las organizaciones empresarias de la pampa húmeda buscó transformar esta etapa de excepción en decepción, en imposición de un statu quo y recuperación de una hegemonía perdida, la oportuna decisión del gobierno nacional de enviar al Congreso un proyecto de ley para poner fin al sistema de capitalización, eliminar las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones, y reuniversalizar el sistema de reparto, confirma ante todo la opción de continuar avanzando en la construcción de un sendero radicalmente distinto del neoliberal y recuperar la regulación e intervención públicas, emitiendo a la vez señales de diverso tipo, de enorme importancia en la construcción de imaginarios sociales y políticos diametralmente opuestos al libre mercado y el individualismo.
La medida supera ampliamente un –no menor– cambio en el ordenamiento del sistema de seguridad social. Tiende a redefinir las normas societales vinculadas al mundo del trabajo y avanza en la desarticulación de uno de los pilares de la institucionalidad neoliberal, asestando un duro golpe al sector privilegiado por las políticas liberalizantes de la dictadura militar de 1976 y del modelo de convertibilidad de la década pasada: el sistema financiero. La eliminación del régimen de capitalización opera en el mismo sentido que la devaluación de 2002, la instalación de restricciones al movimiento de capitales especulativos y las intervenciones del Banco Central en el mercado de cambios, al suprimir las condiciones macroeconómicas que hicieron posible el régimen de valorización financiera durante tres décadas.
La desarticulación del sistema universal de reparto, en 1994, y su reemplazo por la administración de los aportes de los trabajadores por las AFJP, significó la transformación del derecho económico y social básico a una jubilación digna garantizado por el Estado a través de un sistema solidario, en un mecanismo de ahorro individual cuyo rendimiento quedó sujeto a las contingencias de los mercados desregulados y al dudoso expertise –en algunos casos delictivo– de los administradores privados, los cuales percibieron ingentes comisiones con independencia de los rendimientos derivados de las colocaciones de los fondos previsionales en los mercados. La apoteosis neoliberal del individuo, del Robinson Crusoe limitado a los estrechos horizontes de su isla, en detrimento de concepciones colectivas y solidarias, implicó desvirtuar el hecho social del trabajo, la producción y la distribución de la riqueza.
Este régimen conllevó la desfinanciación del sistema de seguridad social público, incrementando las necesidades de apalancamiento en un contexto macroeconómico y monetario vinculado al endeudamiento crónico y la fuga de capitales. Paradojalmente, la brecha fiscal y previsional fue cubierta en gran medida con los fondos en poder de las administradoras.
La eclosión del sistema de convertibilidad y la insoslayable renegociación de la deuda pública provocaron la disminución de los activos aportados por los trabajadores. La actual crisis financiera provocó una nueva caída en el valor de dichas inversiones. Librado a la suerte del mercado, el sistema ha demostrado en la actualidad su imposibilidad de otorgar a los trabajadores incluidos en él una jubilación mínima digna y sustentable en el tiempo. Al establecer un nivel jubilatorio mínimo, el Estado ha debido socorrer al sistema, aportando este año cerca de 4000 millones de pesos, cifra que se incrementaría sucesivamente en los años venideros.
Uno de los principales argumentos para la creación de este sistema fue la necesidad de incrementar la “profundidad” de los mercados de capitales nacional y regional, lo cual redundaría en un aumento de las inversiones productivas y el desarrollo económico. Sin embargo, este objetivo también se vio frustrado.
Una mirada atenta a la experiencia resultante permite advertir que no se ha cumplido ninguno de los argumentos esgrimidos en la época de su creación. Los trabajadores que perciban su jubilación a través de este sistema requerirán asistencia pública para alcanzar el mínimo legal, no se logró el financiamiento de actividades productivas o de cambio estructural y se profundizó la desfinanciación del sector público.
Esta experiencia arroja importantes conclusiones que abonan la pertinencia de la actual estrategia gubernamental y justifican su respaldo. En primer lugar, los sistemas de seguridad social forman parte innegable de un conjunto diverso de derechos humanos básicos, vinculados al carácter social del mundo del trabajo. En tal sentido, resulta inconcebible su administración o gestión por parte de empresas privadas. En segundo lugar, los fondos de la seguridad social no pueden permanecer expuestos a la lógica de los mercados financieros. Por el contrario, deben ser administrados a través de mecanismos que aseguren su sustentabilidad y su función social y solidaria.
El evidente fracaso del sistema de capitalización ha despojado a sus defensores y gerenciadores de la prepotencia de los primeros años. Apenas alcanzan a balbucear el agónico argumento de la “libertad de elegir”. Este axioma del liberalismo no es capaz de sostenerse sin la constitución de un mito y una racionalidad que, aunque falsa, tenga la potencia de constituirse en verdad. La crisis del sistema privado transformó la aparente prestancia técnica y conceptual de sus argumentos tempranos en un dogma, en una perseverancia obtusa. La supuesta “ciencia del mercado”, que hoy se muestra falsa e inoperante en sus objetivos declarados, transmuta en un acto de fe sin parámetros racionales. Y la ruptura del mito de la suficiencia y pertinencia mercantil como regulador social da lugar a un cambio en la política, que vuelve a centrarse en el Estado. La iniciativa del gobierno nacional asume un carácter restituyente, reinstalando una noción colectiva como centro del funcionamiento social y convocando al debate sobre formas alternativas de institucionalidad.
Sin embargo, estos importantes pasos en el laberinto argentino nos convocan a repensar al Estado como espacio de constitución de lo colectivo. No basta con reivindicar lo público. No resulta apropiado retomar mecánicamente viejas formas. Es preciso interpelar al concepto, problematizarlo. Basta hacer memoria para recordar los descalabros existentes en el sistema previsional previo a la creación de las AFJP. Si bien su crisis no responde al modelo técnico intergeneracional en que se basa el sistema de reparto, sino al vaciamiento del Estado desde mediados de la década del ‘70, resulta imprescindible pensar críticamente la estructuración institucional de los mecanismos de regulación pública y la necesaria participación democrática en las decisiones fundamentales que afectan a la cosa pública. Al Estado interventor clásico debiera oponerse un Estado capaz de construir un modelo de desarrollo inclusivo de carácter multilateral. Es decir, un Estado permeable a la sociedad civil, a las organizaciones políticas y sociales, provisto de las herramientas para propiciar el debate público con el objetivo de mejorar las condiciones de vida de manera sustentable y democrática. La figura del Estado positivista, omnipresente y omnicomprensivo, en tanto falaz, conduce a un debilitamiento del debate y a una escasa creación de mecanismos de imbricación social y política, sea cual fuere el modelo de acumulación y reproducción vigente.
En esta tarea resulta imprescindible el desarrollo de movimientos sociales y políticos populares capaces de exigir su lugar en la construcción de un Estado referenciado en las bases sociales. Movimientos capaces de oponer un discurso y una acción política a las neoderechas autóctonas, que disputan –con disfraces oportunos– la política pública, la representación de lo “popular”, lo “democrático” e, incluso, de la “nación”. Esta construcción no es una tarea exigible al Estado. Constituye un camino colectivo, objetivado en formas de participación y discursos diversos.
En pocos días, y luego de la aprobación del proyecto oficial –que incluye modificaciones de otras bancadas aliadas– en la Cámara de Diputados de la Nación, tocará el turno del Senado. Dados los poderosos intereses económicos en juego, por estos momentos se estarán desarrollando diversas estrategias, presiones y ofertas para lograr su rechazo, tal como ocurrió con la Resolución 125. Banqueros y operadores han reaccionado generando presiones sobre el mercado cambiario, rematando bonos públicos y provocando fugas de capitales al exterior. Estas acciones resultan esperables en un contexto de tensiones por el alcance de las políticas del Estado. No obstante, este comportamiento “normal” de los grupos ligados al poder económico en Argentina debiera encontrar la oposición del accionar restituyente colectivo, el emergente de esa noción de futuro que necesariamente debe plasmarse en los espacios de lo público, para convertirse en político.
La auspiciosa iniciativa gubernamental de eliminar el sistema de capitalización recupera ciertos elementos épicos imprescindibles para el establecimiento de lo político, el interrogante sobre las formas que deberá asumir un nuevo Estado con fines transformadores, y restablece el dilema entre el surgimiento de sujetos políticos colectivos capaces de viabilizar un proyecto transformador y las posibilidades de refundar constantemente el estado de excepcionalidad.
Resulta imprescindible contribuir con un cambio de época. Los derechos sociales básicos deben ser desmercantilizados, recuperando su carácter solidario y universal: jubilación, salud, vivienda, educación, soberanía alimentaria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario