Si el Estado no se ocupa de niños desnutridos o que mueren por falta de atención médica estaría incumpliendo una de sus funciones esenciales.
Si se despreocupa por la calidad educativa y acceso al estudio de la población también estaría faltando a una de sus obligaciones básicas.
Si no tiene compromiso por garantizar la seguridad personal y de defensa de las fronteras nacionales estaría eludiendo responsabilidades propias afectando la tranquilidad de la población.
Si descuida el horizonte de ingresos de los trabajadores en la etapa de retiro del mercado laboral estaría vulnerando uno de los principales pilares de su indelegable objetivo de cohesión social.
Como esas misiones no han sido satisfechas para las mayorías a lo largo de las últimas décadas, los sucesivos gobiernos que transitan por el poder y, por lo tanto, ejercen el control del sector público, incluyendo a la administración kirchnerista, son criticados. El legítimo reclamo de gran parte de la población se encuentra en que el Estado debe asumir con solvencia esos deberes indispensables para fortalecer la sociedad. Pero, a veces, esto implica enfrentar al poder, que no es otro que el económico.
Poner fin a las AFJP es una medida trascendente para que el Estado pueda cumplir con más autoridad una de esas tareas fundamentales. Para ello se debe tocar al poder financiero. Como se sabe, nunca es buen momento para afectar esos intereses, ya sea porque la economía está creciendo y no hay que perturbar las expectativas o ya sea porque existe una crisis y se corre el riesgo de agudizarla. De esa forma, desde hace varias décadas esa lógica extorsiva ha vuelto intocable al poder financiero.
Limitar el debate a la gestión del Gobierno y a los motivos que lo llevó a impulsar esa iniciativa resulta un abordaje político de vuelo bajo y, en realidad, encierra la defensa de los intereses mezquinos del poder financiero. Para algunos es legítimo pensar que durante estos cinco años no se ha hecho nada en recuperar el Estado en esas funciones básicas de articulación y cohesión de una sociedad moderna. Es motivo de acaloradas polémicas lo realizado por la administración kirchnerista, y será interesante el saldo de esas discusiones en perspectiva histórica. Habrá conclusiones para todos los gustos. Sin embargo, esa controversia no podrá ignorar que si existe una medida que busca avanzar sobre el poder financiero, la reconstrucción del sistema previsional, la previsibilidad de las jubilaciones y la justicia distributiva es la de terminar con las AFJP. Lo que está en discusión no es un determinado gobierno, sino el rescate del sistema de seguridad social que excede a una administración. Esta, la próxima, que puede ser de otro color político, y las sucesivas podrán manejar un régimen jubilatorio que ya no será un botín de la asociación de financistas & afines. Se ponen en juego la concepción de sociedad y las funciones y derechos sociales que el Estado debe atender. Cuando esas obligaciones son transferidas al sector privado, además de convertirse en un negocio de intereses particulares, provocan una fragmentación social y ruptura de lazos de solidaridad. Existen sociedades más individualistas, donde los grupos de presión representan múltiples intereses atomizados y la organización social privilegia la lógica del mérito individual. Son países donde la segmentación social es reproducida en las instituciones, por ejemplo en las de protección social. También existen sociedades más comunitarias, donde el Estado de Bienestar en facetas liberal, corporativo o socialdemócrata ejerce la potestad sobre el sistema de políticas sociales como eje articulador de la legitimidad de la organización social. Esta vía de intervención del sector público se observa en Europa con distintas características dependiendo los países.
El concepto de cuentas personales con el aporte previsional del trabajador, descontada una elevada comisión cobrada por las AFJP, se convierte en una de las batallas culturales más fuerte. La idea de la salvación individual acumulando fondos en una cuenta de una empresa financiera ha sido la gran obra maestra del neoliberalismo. Las privatizaciones de los servicios públicos no tardaron en mostrar su rostro oscuro de malas prestaciones, pocas inversiones en infraestructura, segmentación de clientes favoreciendo a los de mayores ingresos, desestructuración productiva de proveedores locales y ganancias fabulosas para los grupos de control. Las bondades que el marketing presentaba por el manejo privado de servicios esenciales para la población se revelaron vacías. En cambio, con las AFJP en algunos sectores aún permanece esa fantasía de futuro venturoso que tan bien supieron construir a fuerza de millonarias campañas de publicidad. Esa falsa idea de la salvación individual está incorporada por muchos de los afiliados a esas administradoras pese al desprestigio de los bancos luego de la estafa del corralito, de la impunidad del sistema financiero y del fracaso estrepitoso del fundamentalismo de mercado de Wall Street. El argumento irritado que sostienen esos aportantes es que ellos son dueños de decidir si quieren ser estafados o no por las AFJP, actuando como si fueran logrados prototipos de un ensayo social para demostrar la existencia del síndrome de Estocolmo.
Estos mismos trabajadores padecen de la ilusión monetaria de pensar que tienen un fondo de 50 mil, 100 mil y hasta 200 mil pesos, y que son personas afortunadas con ese dinero propio porque podrán tener una muy buena jubilación privada. Esos montos brindan esa sensación de redención individual frente al resto del mundo miserable. Pero no es así. No poseen un derecho patrimonial sobre esos fondos como si fueran cajas de ahorro, sino que es un derecho previsional. Cálculos actuariales, crecimiento de la expectativa de vida y la lógica financiera de las compañías privadas que pagarían esa jubilación (aseguradoras de retiro) muestran con datos “objetivos”, como gustan hablar los abanderados de la restauración conservadora, que las AFJP son una estafa conceptual en términos de previsión social. Todavía más claro se refleja en el espejo del modelo chileno de jubilación privada de AFP, que en 2011 cumplirá treinta años de vigencia, lo que implica un modelo que ya alcanzó su estado de maduración. Alrededor de 100 mil chilenos alcanzan por año la edad de jubilar. De ese total, unos 50 mil todavía siguen siendo atendidos por el sistema público por el período de transición entre el régimen estatal y el privado. De los restantes 50 mil, más de la mitad descubre que los fondos acumulados en las AFP no les alcanzan para lograr la pensión mínima, y tampoco tienen los aportes requeridos para conseguir la garantía estatal (20 años de contribuciones). Aquellos que están en edad de jubilarse, la mayoría se encuentra con que sus pensiones de AFP son menos de la mitad de las que obtienen sus colegas de similar edad y remuneración que lograron permanecer en el sistema antiguo (por ejemplo, los militares que Pinochet protegió de las AFP). Más de la mitad de los afiliados son mayores de 36 años y aportan menos de 4,2 meses por año. A ese ritmo, van a acumular menos de 184 aportes al cumplir la edad de jubilar y, por lo tanto, no van a tener derecho a la pensión mínima estatal (se requieren 240 aportes). En esa instancia intervino la reforma de Michelle Bachelet para asegurar ese ingreso básico, además de extender la asistencia estatal a las jubilaciones. En esas condiciones, más de la mitad de la fuerza de trabajo chilena –3,5 millones de personas– no tiene cobertura digna de parte del sistema de AFP, como no sea retirar los magros ahorros acumulados. Esta conclusión surge de estudios recientes de la Superintendencia de AFP e incluso de la propia Asociación de AFP.
El fin de las AFJP se adelanta a ese descampado previsional, que ya se vislumbra con los actuales jubilados privados. Del total de 445 mil que existen en la actualidad, casi el 80 por ciento requiere de algún tipo de asistencia del sector público para alcanzar un haber mínimo, con 33 mil jubilados que ya tienen su cuenta individual consumida. Se expone así con contundencia la falsa idea de la salvación individual: el Estado, por el deber indelegable de garantizar derechos sociales esenciales, como bien exige la sociedad y la opinión mediática, conjura para los trabajadores el desierto previsional que le esperaría con las AFJP.
Si se despreocupa por la calidad educativa y acceso al estudio de la población también estaría faltando a una de sus obligaciones básicas.
Si no tiene compromiso por garantizar la seguridad personal y de defensa de las fronteras nacionales estaría eludiendo responsabilidades propias afectando la tranquilidad de la población.
Si descuida el horizonte de ingresos de los trabajadores en la etapa de retiro del mercado laboral estaría vulnerando uno de los principales pilares de su indelegable objetivo de cohesión social.
Como esas misiones no han sido satisfechas para las mayorías a lo largo de las últimas décadas, los sucesivos gobiernos que transitan por el poder y, por lo tanto, ejercen el control del sector público, incluyendo a la administración kirchnerista, son criticados. El legítimo reclamo de gran parte de la población se encuentra en que el Estado debe asumir con solvencia esos deberes indispensables para fortalecer la sociedad. Pero, a veces, esto implica enfrentar al poder, que no es otro que el económico.
Poner fin a las AFJP es una medida trascendente para que el Estado pueda cumplir con más autoridad una de esas tareas fundamentales. Para ello se debe tocar al poder financiero. Como se sabe, nunca es buen momento para afectar esos intereses, ya sea porque la economía está creciendo y no hay que perturbar las expectativas o ya sea porque existe una crisis y se corre el riesgo de agudizarla. De esa forma, desde hace varias décadas esa lógica extorsiva ha vuelto intocable al poder financiero.
Limitar el debate a la gestión del Gobierno y a los motivos que lo llevó a impulsar esa iniciativa resulta un abordaje político de vuelo bajo y, en realidad, encierra la defensa de los intereses mezquinos del poder financiero. Para algunos es legítimo pensar que durante estos cinco años no se ha hecho nada en recuperar el Estado en esas funciones básicas de articulación y cohesión de una sociedad moderna. Es motivo de acaloradas polémicas lo realizado por la administración kirchnerista, y será interesante el saldo de esas discusiones en perspectiva histórica. Habrá conclusiones para todos los gustos. Sin embargo, esa controversia no podrá ignorar que si existe una medida que busca avanzar sobre el poder financiero, la reconstrucción del sistema previsional, la previsibilidad de las jubilaciones y la justicia distributiva es la de terminar con las AFJP. Lo que está en discusión no es un determinado gobierno, sino el rescate del sistema de seguridad social que excede a una administración. Esta, la próxima, que puede ser de otro color político, y las sucesivas podrán manejar un régimen jubilatorio que ya no será un botín de la asociación de financistas & afines. Se ponen en juego la concepción de sociedad y las funciones y derechos sociales que el Estado debe atender. Cuando esas obligaciones son transferidas al sector privado, además de convertirse en un negocio de intereses particulares, provocan una fragmentación social y ruptura de lazos de solidaridad. Existen sociedades más individualistas, donde los grupos de presión representan múltiples intereses atomizados y la organización social privilegia la lógica del mérito individual. Son países donde la segmentación social es reproducida en las instituciones, por ejemplo en las de protección social. También existen sociedades más comunitarias, donde el Estado de Bienestar en facetas liberal, corporativo o socialdemócrata ejerce la potestad sobre el sistema de políticas sociales como eje articulador de la legitimidad de la organización social. Esta vía de intervención del sector público se observa en Europa con distintas características dependiendo los países.
El concepto de cuentas personales con el aporte previsional del trabajador, descontada una elevada comisión cobrada por las AFJP, se convierte en una de las batallas culturales más fuerte. La idea de la salvación individual acumulando fondos en una cuenta de una empresa financiera ha sido la gran obra maestra del neoliberalismo. Las privatizaciones de los servicios públicos no tardaron en mostrar su rostro oscuro de malas prestaciones, pocas inversiones en infraestructura, segmentación de clientes favoreciendo a los de mayores ingresos, desestructuración productiva de proveedores locales y ganancias fabulosas para los grupos de control. Las bondades que el marketing presentaba por el manejo privado de servicios esenciales para la población se revelaron vacías. En cambio, con las AFJP en algunos sectores aún permanece esa fantasía de futuro venturoso que tan bien supieron construir a fuerza de millonarias campañas de publicidad. Esa falsa idea de la salvación individual está incorporada por muchos de los afiliados a esas administradoras pese al desprestigio de los bancos luego de la estafa del corralito, de la impunidad del sistema financiero y del fracaso estrepitoso del fundamentalismo de mercado de Wall Street. El argumento irritado que sostienen esos aportantes es que ellos son dueños de decidir si quieren ser estafados o no por las AFJP, actuando como si fueran logrados prototipos de un ensayo social para demostrar la existencia del síndrome de Estocolmo.
Estos mismos trabajadores padecen de la ilusión monetaria de pensar que tienen un fondo de 50 mil, 100 mil y hasta 200 mil pesos, y que son personas afortunadas con ese dinero propio porque podrán tener una muy buena jubilación privada. Esos montos brindan esa sensación de redención individual frente al resto del mundo miserable. Pero no es así. No poseen un derecho patrimonial sobre esos fondos como si fueran cajas de ahorro, sino que es un derecho previsional. Cálculos actuariales, crecimiento de la expectativa de vida y la lógica financiera de las compañías privadas que pagarían esa jubilación (aseguradoras de retiro) muestran con datos “objetivos”, como gustan hablar los abanderados de la restauración conservadora, que las AFJP son una estafa conceptual en términos de previsión social. Todavía más claro se refleja en el espejo del modelo chileno de jubilación privada de AFP, que en 2011 cumplirá treinta años de vigencia, lo que implica un modelo que ya alcanzó su estado de maduración. Alrededor de 100 mil chilenos alcanzan por año la edad de jubilar. De ese total, unos 50 mil todavía siguen siendo atendidos por el sistema público por el período de transición entre el régimen estatal y el privado. De los restantes 50 mil, más de la mitad descubre que los fondos acumulados en las AFP no les alcanzan para lograr la pensión mínima, y tampoco tienen los aportes requeridos para conseguir la garantía estatal (20 años de contribuciones). Aquellos que están en edad de jubilarse, la mayoría se encuentra con que sus pensiones de AFP son menos de la mitad de las que obtienen sus colegas de similar edad y remuneración que lograron permanecer en el sistema antiguo (por ejemplo, los militares que Pinochet protegió de las AFP). Más de la mitad de los afiliados son mayores de 36 años y aportan menos de 4,2 meses por año. A ese ritmo, van a acumular menos de 184 aportes al cumplir la edad de jubilar y, por lo tanto, no van a tener derecho a la pensión mínima estatal (se requieren 240 aportes). En esa instancia intervino la reforma de Michelle Bachelet para asegurar ese ingreso básico, además de extender la asistencia estatal a las jubilaciones. En esas condiciones, más de la mitad de la fuerza de trabajo chilena –3,5 millones de personas– no tiene cobertura digna de parte del sistema de AFP, como no sea retirar los magros ahorros acumulados. Esta conclusión surge de estudios recientes de la Superintendencia de AFP e incluso de la propia Asociación de AFP.
El fin de las AFJP se adelanta a ese descampado previsional, que ya se vislumbra con los actuales jubilados privados. Del total de 445 mil que existen en la actualidad, casi el 80 por ciento requiere de algún tipo de asistencia del sector público para alcanzar un haber mínimo, con 33 mil jubilados que ya tienen su cuenta individual consumida. Se expone así con contundencia la falsa idea de la salvación individual: el Estado, por el deber indelegable de garantizar derechos sociales esenciales, como bien exige la sociedad y la opinión mediática, conjura para los trabajadores el desierto previsional que le esperaría con las AFJP.
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